Se estremeció el lunfardo en la voraz rutina
de incomprensibles voces chamuyadas en la esquina,
resabio de amarguras clavadas como espinas
de arbustos ávidos de amor… al ofrecer sus rosas finas.
Tortazos en Villa Ariza (II)
En otra ocasión la cosa
fue culpa de una morena,
la morocha era mi esposa
que no tolera sin pena
que su cusifai la engañe
y menos en su presencia
por más que éste se apañe
mancusando displicencia.
Una rubia jactanciosa
de su pedigree alardeaba
ella creíba que era hermosa
porque con guita afanada
su papi la engalanaba
¡todo su briyo exhibía!
pero el cafishio exigía;
consintiendo amor manyaba,
que con cualquier manganeta
con la percanta maleta,
si mancusaba finura
sería jailaife de altura.
Junó entonces pelechando
lo que su alma de canero
punga, rufián y diquero…
¡y a mireya desplumando!,
acostumbrado al esparo
la hizo entrar por el aro.
Para qué voy a narrar
los entreveros aquellos
cosas de no recordar…
terminaban en degüellos.
De las grelas las más mansas
de las mechas se tiraban
y arañaban a las gansas
que a sus cafhiolos junaban.
La Villa ganó su fama
así, a los brutos tortazos,
con la jeta hecha pedazos
quedaba la gente en cana.
Con permiso, soy el tango (XIV)