David Volpintesta es originario de Italó (llamado “Vuta lóo” -“médano grande”- en el idioma de los aborígenes, el mapudungu) en la provincia argentina de Córdoba. Tierra de promisión cuya infinita distancia al puerto que debía proveer riqueza, se fue acortando a medida que las líneas férreas se iban alargando. Ferrocarril que fue la oportunidad para la creación a su vera de centenares de pueblos para ser habitados por millones de inmigrantes que contribuyeron a la grandeza (hoy empequeñecida) de la Nación.
Un mal día un gobernante decidió privatizar (vender es fácil, decía Pellegrini) y, olvidando la función social de esas vías de comunicación, fueron cerrados al tráfico los 600 Km de raíles que se extendían desde Buenos Aires hasta Santa Rosa (en el corazón de La Pampa) más los ramales que derivaban a numerosas poblaciones colindantes. Un buen día las habilitó nuevamente la sensibilidad social de otro gobierno con magníficos trenes, que con mi esposa tuvimos ocasión de comprobar su excelencia, hasta que otro mal día, un nuevo cambio de gobierno las clausuró nuevamente.
Todo esto se puede apreciar, según mi interpretación, en la profundidad del relato de Lucio Cañupán, seudónimo que utiliza David en honor del coronel Lucio Mansilla que tuvo el coraje y la audacia de penetrar en las tolderías ranquelinas para lograr que el Cacique Mariano Rosas (Panguetrhuz Gner) firmara un tratado de paz (por este logro, Sarmiento hizo encarcelar a Mansilla); y Cañupan en recuerdo de otro cacique Ranküllche que el coronel cita en su “Una Excursión a los indios ranqueles”. Agrego al relato de Lucio dos citas (una al principio y la otra al final) que formaron parte del pensamiento de un gran estadista argentino del siglo XIX, para finalizar con una cita de mi autoría. “Pichín Kultrun-ini”
“Pedir plata prestada, dar en pago títulos, vender todo eso es muy fácil. Pero crear recursos, crear organismos económicos para el país, eso no lo hacen”. (Carlos Pellegrini)
LA ALEGRÍA DE VIAJAR por Lucio Cañupán
“Suele resultarme en ocasiones ―diré que con bastante frecuencia― lo mismo escribir un soneto, unas décimas, octavas, versos blancos o, por allí algún epigrama, que tomar el martillo y poner un clavo.
Debe inferirse lo fácil de esto último desde que a los trece años de edad comencé con el oficio de carpintero. Pero al mismo tiempo confieso mi renuencia en serle infiel al cliente. Tuve siempre la sensación de estar delinquiendo al clavar un mueble; se me cruza la imagen de Jesucristo por mi conciencia. Ha ya más de 2000 años que se decretó la sinceridad para toda tarea: fue en la Roma de los Césares que se prohibió la fea costumbre de los marmoleros de tapar con cera las fisuras del material que luego afloraban en casa del estafado cliente. El senado estableció que debía ser sin cerum, origen de nuestra palabra sincero.
El sincero y esclarecido pedagogo italiano Guido Fabbiani en su bello relato “Mani nere e cuor d´oro”(Manos negras pero corazón de oro), pone en boca de su personaje “Carlo Fini” un apotegma desacreditado en nuestros días: “I lavori vanno fatto bene ―diceva la mamma mentre sferruzzaba calze per comisione―, perché chi non lavora bene ¡rubba! (El trabajo debe hacerse bien ― decía mi madre mientras cosía pantalones a comisión― porque el que no trabaja bien ¡roba!). A casi un siglo transcurrido dudo que pueda practicarse tal ecuación. Es más, sin duda entiendo que la historia de la humanidad es una secuencia interminable de latrocinios. Pero convengamos que en mayor medida priman las buenas intenciones aun cuando involuntariamente las cosas acaben en perjuicio para los demás.
A pesar de mi pobreza y lo irregular de mi existencia, siempre he sido moderadamente rico en nobles intentos amén de atento a los del prójimo quien, como es sabido, nunca se está quieto y lo intenta todo. Como por ejemplo viajar en un fin de semana en ferrocarril de larga distancia y apuntando a la cordillera de Los Andes. De modo que si en materia de propósitos hay algún caso particularmente serio y destacable, este lo es.
Veterano ya de estas lides hube atesorado las más variopintas peripecias, a saber: salir en tren y llegar en ómnibus o viceversa (de ida o de vuelta); todo el viaje en micro por imprevista suspensión del servicio; haber hecho parte del viaje en vagones desbaratados y aterido a más no poder y, a continuación, en otros con calefacción sudando hasta por los pies; valiéndome de otra línea férrea, continuar por ruta en automotor, y retomar el tren definitorio que cumplía normalmente su recorrido. Y, el sumun de todo: luego de un viaje cuasi perfecto en cuanto a comodidad y horario estrenando tripla coche-motor, encontrar suspendido el regreso luego que la presidenta de la Nación diera la inauguración oficial del servicio. ¿Se entiende, verdad?
Una cosa propia de locos, que como tal debe tomarse el intento incipiente de la recuperación ferroviaria. Es como “ir por lana y salir trasquilado”. Lo único seguro es mi infalible cuñado Oscarcito (mi hermana no le admite remilgos) esperándome al final del periplo al punto tal que ya se saluda con guardas y conductores como viejos amigos.
El ascendente a horario del susodicho fin de semana, salió recto a un punto de encuentro ignoto en medio de la llanura con la díscola “tormenta de Santa Rosa” quien, para no ser menos que mi citado pariente, llega incólume año tras año.
Chinamente sentado ―digo por el tren de ese origen recientemente inaugurado con todos los adelantos técnicos― y ya pasando por los pagos del cacique Chivilcoy y también del Sr. Ministro de Transportes, empezaron a verse los primeros relámpagos. Ya cerca de Mechita arreciaba la lluvia sin dejarme ver a Don Laguna y su “overo rosao” cuando, siendo medianoche, seguro estarían durmiendo al resguardo del meteoro. Por suerte, al bajarnos para abordar la combinación, lo hicimos la mayor parte de los pasajeros bajo techo. Agraciados por tal acierto ―previsto supongo―evitamos una mojadura conducente a un desagradable resfrío.
Así pues, en impecable horario, partimos nuevamente cada uno en busca de su destino final en este viaje. Rápidamente se liquidó el molesto expediente del control de pasajes y acto seguido se apagaron las luces sumergiéndonos en una penumbra celestina (por el color de las tulipas), acallándose la conversación de los señores, continuando el parloteo de las damas y creciendo la algarabía de los niños excitados por la novedosa emoción del momento. Repantigado lo mejor posible en el asiento que me tocó en suerte no tardé en dormirme.
De improviso, se detuvo la marcha, para lo cual mucho no precisaba. Se reinició por unos cincuenta metros para al cabo, frenar bruscamente. Me inquieté procurando ver algo por las ventanillas: noche cerrada hacia mi izquierda en contraste con los refucilos a mi derecha con rumbo noreste. Ninguna estación. Calculé que no estaríamos lejos de Los Toldos, los pagos de Catriel y Quemehuencho, justo cuando sufría un persistente dolorcillo en la coyuntura del hombro izquierdo. Corrieron unos quince minutos. Luego otros quince. Miré la hora: las dos y treinta y cinco. Se inquietaba el pasaje cuando llegaba un joven con las buenas nuevas: “―hay un árbol atravesado sobre las vías de lado a lado del terraplén”. El omóplato se me acrecentaba, tal vez por los nervios. Se movilizaron algunos muchachos fornidos pero el intento resultó vano: “―está atrapado por las raíces de un tronco corpulento”. ¡Vaya suerte! El maquinista no se atrevió a toparlo ―operación riesgosa― ni el sindicato se lo permite. La solución era la cirugía mayor pero no andaba cerca “el loco de la motosierra” y yo hube dejado en casa el serrucho de hoja larga. De pronto, radio en mano, apareció el buen hombre guardafrenos advirtiéndome “sottovoce” que venía auxilio desde Lincoln montados en zorra unos y en camioneta por tierra otros. ¡Cuánta astucia!
Alrededor de las cuatro y cuarto se oyó el “¡brrrr-rrrr!” de la tronzadora lo cual provocó que me asomase por la ventanilla hendiendo con mi cabeza el aire fresco de la madrugada. Las luces del improvisado obraje iluminaban el sitio y daban cuenta ―para angustia mía― del amasijo sin contemplaciones del desventurado árbol transformado en una cuasi montaña de aserrín, con la necesidad que siempre tengo de buenos tablones, mientras todos los del entorno ―semejando grotescas figuras iluminados por los faroles y por los reflejos de la pícara santa que en lontananza nos hacía “pito catalán” entre truenos y rayos― inclinándose abigarrados sobre el techo de los vagones parecían dar el pésame al camarada abatido.
Meditando cabizbajo analicé el consuetudinario e injustificado abandono del sistema férreo al tiempo que completaban una visión de aquelarre las expresiones angustiantes y resignadas de empleados y pasajeros: “― ¡bah!, paciencia –me dije-, ya se arreglará”.
Ahora bien: el estoicismo de unos y de otros solo puede explicarse por el amor. Amor persistente a una causa vilipendiada que se ha transformado en una cruzada irredenta a lo largo y ancho del país. Angustia, preocupación y paciencia se dan las manos con la enjundia indeclinable de las autoridades de gobierno quienes ―aparentemente sin solución de continuidad― no cesan de bendecir nuevas formaciones, incluidos trenes subterráneos, bajadas de grandes buques al cabo de luenga travesía y al modo que en otras épocas (según siempre se dijo) descendían en banda los argentinos. Y así marchan aquí y allá trenes y compatriotas empujados por el entusiasmo, la ansiedad y la necesidad.
Pero considero que sería bueno serenarse y tomar las cosas con urgente calma aun cuando se haya caído un puente viejo y maltrecho y no sirvan las vías para los trenes de pasajeros pero si para los de carga (cosa rara: ¿cuál pesa más?). Un percance como el aquí recordado resultaba inadmisible por su imprevisión, máxime cuando el jueves a la noche un tifón con agua y granizo ―Rosa presentó doblete en esa ocasión― arrasó la zona siendo no pocos los paisanos sapientes diciendo que los eucaliptos se tumban al primer ventarrón.
Este recorrido llevaba en mí el cuarto año consecutivo y todavía las ramas de una variedad con tremebundas espinas amenazaba perforar los vidrios cada vez que pasaba el tren columpiándose sobre los destartalados rieles. El servicio funcionaba los fines de semana y, por lo corriente ésta tiene siete días si la luna no dispone lo contrario. Por lo tanto restan cinco jornadas ―de lunes a viernes― para despejar el terreno de los obstáculos y/o malezas y, por ahí cambiar algunos durmientes y afirmar los rieles. Por lo menos para que resistan hasta que el buen Dios concesionario de la obra pública nos alcance los de hormigón con vías soldadas.
¿Es tan difícil o imposible todo esto? Como quien entiende del asunto, puedo decir que no hay empresa posible si solo se hace hincapié en la parte administrativa: buena atención telefónica; pluralidad de empleados en la venta de pasajes; trajinado personal controlando espacios; elegante vestimenta y ―me queda claro― atención delicada de guardas; sabrosas tostadas de jamón y queso en un pulcro coche comedor; agua caliente para el mate; pero…y ¿“Quién pone el lomo”?
En mis tiempos las jornadas de labor ―sin planes trabajar― eran a razón de cuarenta y ocho horas semanales más las extras inexcusables. Un informe periodístico prenunciando la tormenta, testimoniaba de parte de los organismos censatarios acerca de unas 320.000 personas perdidosas de su empleo o, cuanto menos, por debajo de las treinta horas en igual lapso, como así también una retahíla de variadas pérdidas sin contar la de la final del Maracaná contra Alemania unos sesenta días detrás.
No quiero ni pensar si ―con toda la ganancia tecnológica de esta época― se nos daba una regular paga y un serrucho a motor al uno por ciento de tanta gente indigente: ¡no quedaba árbol en pie en toda la provincia de Buenos Aires! Hay un viejo refrán que reza “no hacer leña del árbol caído” pero, en este suceso no hubo opción para cumplir el viaje con cuatro horas de atraso. Y por suerte nada más.
La motosierra que llegó de urgencia me recuerda a cuando la ambulancia vino por mi suegra. Mejor prevenir que curar”.
“Disminuir la miseria y el abandono, es combatir el vicio, es sostener la virtud, es defender la sociedad, es cumplir el fundamental deber de piedad cristiana”. (Carlos Pellegrini)
“Cuando las pasiones se apoderan de los sentimientos el pensamiento se obnubila y se tergiversa la historia mostrando una corteza exterior que aparenta ser verdad; lo es parcialmente, porque si nos adentramos en su interior investigando descubrimos su engañosa interpretación”. (César Tamborini)