Relatos y crítica literaria

La extraña paradoja de un reloj sin tiempo

                    

                                                                        «Nada que haya ocurrido es objeto de elección… y lo pasado

reloj blando de Dalí

reloj blando de Dalí

                                                                                                        no puede no haber sucedido; por eso dice Agatón:

                                                                                                     ‘De una cosa sola Dios está privado: de hacer que no se haya

                                                                                             realizado lo que ya está hecho’.» (Aristóteles. Ética Nicomáquea)

                                                                                      

Se levantó como todos los días a las 8 a.m. y encaminó sus pasos hacia el kiosco, lo que por otra parte hacía rutinariamente desde hacía más de 30 años. Es evidente que los seres humanos somos un poco esclavos de nuestra rutina: como de costumbre, al llegar sacó su atado de “Fontanares” y convidó un cigarrillo a Luis, el kiosquero. Luego hablaron del tiempo, de política y de la última liga ganada hacía unos días por el Boca.   Pero  hay días en que las cosas cambian y uno no se da cuenta en forma inmediata. Ese día Luis le regaló un reloj de pulsera que había pertenecido a su padre, y anteriormente a su abuelo (que había muerto luchando en la Gran Guerra, en la línea Maginot) y aún antes a su bisabuelo, el que había sido marino en la Marina Imperial. Era un reloj original, un Girard-Perregaux de 1880, probablemente de los primeros fabricados en serie para usar en la muñeca (como protección del cristal, el bisel incorporaba una robusta reja, pues fueron encargados para la Marina Imperial por el Emperador Guillermo II). Pero su originalidad consistía en que marcaba las 8 a.m. y por más que le diera cuerda,  no había manera que se movieran sus agujas para cambiar las horas, que dicho sea de paso era la hora en que invariablemente se levantaba todos los días para ir a comprar el periódico. Lo primero que se preguntó es para qué quería un reloj que no sirve para marcar el paso del tiempo, si de todos modos el inexorable devenir del tiempo transcurre igual aunque no funcione el reloj, y pensó en dejarlo guardado entre otros trastos viejos.

Pero luego pensó que si el tiempo permanecía inmóvil, lo que se desplazaba era el espacio, y entonces a cada hora transcurrida estaría en un sitio un huso horario hacia el oeste. Pensó “dentro de una hora serán las 8 en Nueva York, entonces estaré ahí; diez horas después estaré en Tokio; otras nueve horas y estaré en Veguellina de Orbigo. Y cuando mañana den las ocho, estaré levantándome de la cama en Lonquimay, en plena pampa”. Divagó un rato jugando con estas entelequias.

Finalmente reflexionó que le daba igual, pues como sólo miraba la hora cuando se despertaba (y todos los días se despertaba a la misma hora) cuando mirara el reloj marcaría las 8 y sería la hora correcta. Pasaban los días, los meses y los años y ya nunca se quitaba el reloj, pues le resultaba a un tiempo agradable e inverosímil su aspecto antiguo; algunos ya lo llamaban “el señor del reloj de la guerra”.

Claro que, como se darán cuenta, él no prestaba mucha atención a la hora y el transcurso del tiempo, le daba lo mismo que fuera una u otra hora, o un día u otro día, y el tiempo transcurría sin que se percatara mayormente. Pero llegó un momento que pensó que algo raro sucedía, al mirarse al espejo se veía siempre igual. Sin embargo sus compañeros de trabajo, la gente que conocía, el kiosquero, todos habían envejecido; su mujer había muerto ya hacía muchos años, aunque no sabría decir cuántos, y lo mismo su hijo.

En un primer momento no se alarmó, es más, se sentía bien en la situación de una persona siempre joven, vigoroso. Pasaron muchos años más y sus amigos ya eran ancianos, muchos habían muerto; y ya no estaba seguro de ser feliz en esa situación. Hasta que un día, percatándose que sus nietos ya eran mucho más viejos que él, decidió arrancarse el reloj de la muñeca y lo arrojó a la basura.

kiosco de diarios y revistas

kiosco de diarios y revistas

Al día siguiente los periódicos publicaban la noticia que había muerto el hombre más viejo del mundo.

                                                             *         *        *

Despertó cubierto de sudor. Miró el reloj despertador en la mesita de noche: marcaba las 8. Se dirigió a comprar el periódico como lo hacía habitualmente, pero se notaba excitado, intranquilo por la pesadilla. A su paso veía a los chicos que encontraba a diario cuando se dirigían al Colegio, con sus guardapolvos blancos, sus risas y sus gritos. Nada había cambiado.

Hacía unos días, en una tertulia literaria en “La Giralda” (cafetería de la esquina de Charcas y Uriburu), Julito había leído su historia “de cronopios y de famas” y atribuía la pesadilla de la noche anterior a la influencia de ese encuentro.

Al llegar al kiosco convidó a Luis con un “Fontanares”y hablaron del tiempo, de política, de fútbol; ya se sentía más tranquilo, hasta que el kiosquero le ofreció regalarle un antiguo reloj de pulsera que había pertenecido a su bisabuelo; un escalofrío recorrió su cuerpo y, aunque tuvo el sueño premonitorio, no pudo negarse a recibir el obsequio.

Relato publicado como FINALISTA en el “XXIII Premio de Relatos Breves” del DIARIO DE LEON, en el Suplemento “EL FILANDÓN” del 6 de abril de 2008.

About author
César José Tamborini Duca, pampeano-bonaerense que también firma como "Cronopio", es odontólogo de profesión y amante de la lectura y escritura. Esta última circunstancia y su emigración a España hace veinte años, le impulsaron a crear Pampeando y Tangueando y plasmar en él su cariño a la Patria lejana.
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