Cuentan las crónicas del periodista y crítico literario cervantista, el madrileño Francisco Navarro y Ledesma, que era un cuadro imponente lo que se veía: las galeras, galeazas y bergantines, todos los navíos, en total trescientos nueve, con sus velas de colores desplegadas al viento rumbo al Peloponeso.
Si bien es poético decir que ante los ojos de todos parecían naves cargadas de flores al aire esparciendo aromas de octubre, se trataba de la batalla naval entre el Imperio Otomano y la Liga Santa formada por el Reino de España, los Estados Pontificios, la Republica de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya.
Dicen aquellos escritos, a los que no pude evitar de imponer mi imaginación, que el aire caliente de la Gran Sirte iba hinchando las velas de aquellos navíos hacia el mar Adriático. La flota veneciana recorría el mar Jónico y se acercaba al canal de Otranto. Mientras tanto los turcos habían doblado la costa de Morea; se le había visto desde Cefalonia y desde Zante. Apelando a la prudencia, los venecianos aconsejaron a don Juan de Austria tomar un reposo antes del ataque, y entonces la escuadra se dirigió a Corfú… Corfú es una de las islas Jónicas, en Grecia, donde cuentan que el clima es siempre delicioso, encantador.
La galera española La Marquesa navegaba alegremente por aquellos sitios con sus velas inflamadas por el viento y sus estandartes flameando con orgullo. De pronto, el joven Miguel de Cervantes creyó escuchar un idioma que a sus oídos le parecía un canto dulce y amable, era el idioma griego. Miguel iba en la galera La Marquesa envuelto en una frazada, lleno de piojos, pulgas y con fiebre, defendiéndose de las ratas que muertas de hambre le roen las botas.
Los compañeros le aconsejan quedarse en la bodega, pero él les dice que morir por morir prefiere hacerlo por Dios y por su Rey. La fiebre y la impaciencia abrasan a Miguel. Como puede sale a cubierta, levanta la cabeza y sus ojos observan, mientras su mente prodigiosa almacena lo que luego escribirá en su obra maestra. Sí, aquella playa es la misma de los Feacios, Corfú en lenguaje moderno, la que acogió benéfica a Ulises, el errante. Aquel río es el río donde lavaba Nausícas, la virgen de los brazos cándidos… allí, en un recuesto, divisa Miguel el sagrado bosque de álamos blancos que los ascendientes del rey Alcinoo advocaron a Minerva, la diosa de la sabiduría.
Pero por desgracia aquellos hombres no son los héroes de la Ilíada. De pronto, en aquella terrible mañana del día domingo del 7 de octubre de 1571, los hombres de la Marquesa corren apresurados, pálidos unos, rojos los otros, llameantes las pupilas, todos van gritando ¡Al arma! ¡Al arma!.. Y así nace entre gritos el nuevo vocablo, que en la actualidad se utiliza con el mismo miedo. El ataque ha llegado.
De pronto se oye un gran estruendo, las costillas y todo el maderamen del barco crujen, tiembla, y un sin fin de estampidos anuncia que la Marquesa acaba de disparar su primera andanada. Miguel suelta su frazada, se encasqueta el acerado morrión, y toma su afilada espada. Las piernas le flaquean, la cara amarilla recuerda a un muerto, la fiebre ha hecho su estrago. Sobre cubierta se cruza con el capitán Santisteban y con el alférez Gabriel de Castañeda. Ambos al verlo se sobresaltan, aquel soldado ojeroso, amarillento y desencajado no está para pelear, no, pero Miguel ha visto el fuego, ha respirado el humo, ha olido la pólvora, ha presentido la muerte. Y piensa que la ocasión es única, morir no importa.
Los estampidos de los arcabuces turcos, que no se sabe de dónde salen ni de dónde vienen, aturden y cruzan sibilantes de lado a lado la cubierta. El capitán Santiesteban, a los gritos, le insiste que vuelva a la bodega, pero Miguel es un hidalgo, Miguel es un cristiano, tiene vergüenza, osadía le sobra… ¡Qué dirían de él, que no hacía lo que debía! – diría años más tarde él mismo en una de sus novelas ejemplares.- Señores, dice Miguel en forma enérgica, pónganme en el sitio más peligroso y allí estaré y moriré peleando.
El capitán Diego de Urbina, el medio paisano de Miguel de Cervantes, que le había tomado cariño, menea la cabeza y se le anuda la garganta ante tanto heroísmo, ante tanto valor. Le otorga doce soldados a su mando y le indica defender la posición donde se encuentra el esquife. Los atentos ojos de Miguel ven entonces embestirse a una galera turca contra la Marquesa. Vuelan las sogas y los ganchos, y experimentados marinos turcos abordan la Marquesa. Mientras Miguel se bate como un héroe de la Ilíada, evocando a Aquiles el guerrero, los soldados de la Marquesa dan muerte a quinientos turcos y tienen el honor de apoderarse del estandarte real de Egipto (el Sultán Selim había incorporado a Siria y a Egipto al Imperio Otomano).
En la refriega, las alevosas balas matan a algunos de los soldados al mando de Miguel. Cervantes observa, como aquella vez cuando era niño y estaba allá en Sevilla mirando a los herejes quemados vivos en el Campo de la Tablada, como se retuerce de dolor el soldado herido, uno mutilado de ambos brazos, el otro sosteniéndose los intestinos que se le escapan por entre los dedos, aquél con la cabeza abierta de par en par hasta el cuello (así es la guerra queridos lectores y lectoras).
Miguel se defiende heroicamente como puede, de pronto, dos ojos negros y amenazantes le observan, le admiran. Es un moro. El soldado turco levanta el arcabuz y apunta, es su oficio… pasaron unos segundos y un arcabuzazo le da de lleno a Miguel en la mano izquierda, que sangra profusamente. Igual Miguel sigue combatiendo ferozmente, su brazo empuñando su espada hiende, hiere, mata. La fiebre y el orgullo le mantienen en pie, como así también la curiosidad y el ansia de saber cómo terminará la batalla. Pero ahora son dos balas al mismo tiempo que disparadas por sendos mosquetes dan en el pecho de Miguel de Cervantes.
Miguel, sin soltar su espada, tambalea. Una nube roja le cubre la vista y pronto pierde el sentido y cae sobre cubierta… La batalla de Lepanto se ganó y pasó a la historia como la batalla que le demostró a los turcos que también los cristianos eran fuertes en el mar, y como un trofeo de guerra y un canto al heroísmo, nació el apodo de Cervantes: ¡El Manco de Lepanto! Finalizada la contienda bélica, Miguel de Cervantes fue internado en el hospital de Mesina, en la isla de Sicilia, Italia, donde el mar Tirreno se une con el mar Jónico. La herida en su brazo izquierdo es severa, pero no pierde el brazo, no es necesario amputar pues le detienen la gangrena, sin embargo, el brazo le queda anquilosado, sin movimiento alguno para toda la vida: Toda la gloria militar de la batalla está en su brazo y en su mano izquierda que, quizá, haya quedado en el olvido… la gloria literaria que traspasa los siglos queda para su brazo y su mano derecha, y su recuerdo será eterno.
Yo he supuesto que este soldado poeta no fue muerto en esa batalla porque así lo dispuso Dios, que lo ha cuidado para que dé cuenta a la Humanidad en su célebre libro Don Quijote, la más gloriosa batalla de la cristiandad, de la que Cervantes ha dicho: “La más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.”
Al humanista, soldado, poeta y escritor Miguel de Cervantes Saavedra
¿Quién del ensueño es mentor?
El Escritor.
¿Quién la fantasía interpreta?
El Poeta
¿Quién amor a España ha dado?
El Soldado
De ese modo, ha demostrado
el Humanista Cervantes
que fue Quijote, pero antes
Escritor, Poeta y Soldado
Roberto Toros