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Observando sobre su hombro leí que describía el comportamiento de un joven que -también de eso fui testigo- se le adelantaba bruscamente al subir al subte para ganarle el único asiento libre. El relato continuaba así:
“Tenía razón el muchacho en su apuro, no podía ni debía perder tiempo. Se despatarró al sentarse, sacó todo su arsenal parafernálico de instrumentos de una pequeña mochila, juntó sus muslos y rodillas, separó la planta de los pies, y en esa ridícula posición sostenía la mochila sobre sus rodillas para que no se cayera. Entre tanto iba dando rienda suelta a su ingenio o intelecto, como quieran llamarlo. Desenrolló un largo cable conectado por un extremo a un diminuto aparato y por el otro dos pequeños adminículos que colocó dentro de sus oídos.
A continuación y como para demostrar sus innegables dotes intelectuales sacó otro aparatito de la mochila, un poco alargado, con una pantalla central y botones cruciformes en los dos extremos, abrió bien sus codos sin preocuparse si ello molestaba a sus vecinos de asiento, para que sus dedos pudieran jugar libremente sobre el teclado, y con una absoluta concentración digna de encomio movía los mismos con un ritmo asombroso en los botones: arriba, abajo, derecha, izquierda, abajo, derecha, arriba, abajo, abajo, izquierda, pulgar derecho, pulgar izquierdo, así sucesivamente”. Hasta que Arlt cerró su libreta de apuntes y, tristemente, retornó a su estado natural, es decir, a su mortalidad. (4 de enero de 2008).
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