La palabra velorio nos está representando el acto de velar un difunto. Pero es un término poco utilizado hoy en día, mas bien restringido a las capas más humildes de la población y a las sociedades campesinas. Tan es así que ni siquiera es mencionado en el Diccionario de Voces Españolas de María Moliner, donde sí figura velatorio para referirse a la acepción ya mencionada, por resultar más “finoli” a otros estratos de población.
Sin embargo el Larousse menciona velorio como “Fiesta nocturna que se celebra en las casas de algunos sitios con motivo de haber acabado alguna faena doméstica”.
¿Y si ensamblamos las dos acepciones mencionadas? Ah! Estaríamos ante un caso muy peculiar, no exento de gracia pese a la seriedad de lo sucedido, si nos atenemos a los escritos de algunos literatos argentinos, cuyos relatos revelaré a continuación.
“Era también muy común, hasta hace algunos años, en caso de muerte, colocar el cadáver en el ataúd rodeado de cirios o de velas, según los posibles de los deudos, en la sala o pieza a la calle, abriendo las ventanas o, cuando menos, entornándolas, pero de modo que pudiera verse de la calle. Gran número de personas pasaban la noche de velada en la casa mortuoria, y lo más particular es que muchos de los concurrentes ni siquiera conocían a los deudos del finado.
Esto ocurría muy frecuentemente, y hoy mismo ocurre en la clase baja cuando muere una criatura; entonces se invita aun a las personas más indiferentes, y nada de extraño tiene que un individuo encuentre a otro en la calle y lo invite a ir a un velorio, aun cuando ninguno de los dos les haya visto jamás la cara a los dueños de casa.
Entre la plebe y especialmente en la campaña, eso es entendido: se sale ex profeso a convidar. En el velorio se fuma, se bebe y se toma mate, para acortar la noche se juega al truco o al monte, se baila, y gracias cuando la cosa no acaba a puñaladas. A veces son tantos y tan fuertes los empeños, que la madre o los deudos conservan por dos noches al ‘angelito’ en exhibición, sacando provecho de la limosna con que contribuyen los concurrentes, de los que uno lleva una libra de yerba, otro un paquete de velas, el de más allá cinco pesos, etc.” (de “Buenos Aires desde 70 años atrás”, de José A. Wilde; W.M.Jackson Editores, Buenos Aires, Primera Edición de “Grandes Escritores Argentinos”, 1944, pág. 225 y 226. La Primera Edición del libro es de 1881).
No hay que pensar que el relato que antecede es una exageración o un invento de Wilde. Por cierto hay otros autores que corroboran esta participación festiva en los velorios. En el relato que de la vida del gaucho Juan Moreira hace Eduardo Gutiérrez, refiere que “fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer” su valor. “Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde… que hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre velorio”. (“Juan Moreira”, de Eduardo Gutiérrez, Ed. Longseller, Buenos Aires, 2007, pág. 275).
José S. Álvarez (Fray Mocho) tampoco tiene reparo en incluir una escena en “¿No es verdá, nena?” en su capítulo “CUENTOS”: “-Bueno… ¡Aura le daremos… hay tiempo!… La noche que se morió la viejita, yo fui de los qu’estuvieron en el velorio. Nos pasamos la noche comiendo canilla de muerto, de unas que hacían en la confitería de Pedrín, y chupando vino barbera… ¡La gran perra!… Al otro día me silbaba la cabeza como si tuviera un vigilante y no pude andar al entierro qu’estuvo lindísimo». (Fray Mocho. Obras Completas. Editorial Schapire. Buenos Aires, 1954, pág. 482).
EL VELORIO DE UN AMIGO
José S. Álvarez, más conocido por su pseudónimo Fray Mocho, murió el 23 de agosto de 1903 con 45 años. El autor de “Un viaje al país de los matreros” era un bohemio de corazón generoso, periodista entre otros del Diario La Razón, Director de “Caras y Caretas”, Enrique Williams Álzaga lo pinta de cuerpo entero con la siguiente anécdota:
“Durante una de las numerosas recaídas de su enfermedad incurable, afanóse un amigo suyo por sucederle en el puesto que a la sazón ocupaba. Le aseguraron a éste que tan pronto el enfermo falleciese -lo que se consideraba inminente- vería sus propósitos realizados. No había de ocurrir así sin embargo. Álvarez se repuso y continuó en el desempeño de sus tareas. Disgustado el amigo, se negó a reconocerle de allí en adelante. Pero un día, por casualidad, ambos se encontraron y, deteniéndole, le dijo Fray Mocho: “Amigo, estoy muy apenado con lo que le pasa. ¡Qué quiere! No fue culpa mía. Yo hice todo lo posible, sólo que el maldito médico había muerto ya a tanta gente, que no quiso permitir que me muriera. Anímese, amigo, ¡es seguro que otra vez tendrá más suerte!”
Tal vez por esa circunstancia Fray Mocho desplegó mordacidad para escribir su cuento ¡El pobre amigo! En el relato, uno de los que se reúnen para ir a despedir al amigo Comaleras (del que comentaban “muere con él la espuma de los jugadores de truco del Bº de la Concepción, que jamás le disparó a un real envido con las 33 de mano), no deja de demostrar lo feliz que se siente de poder asistir al velorio de este amigo, y al ser reprochado por Cabira, uno de los integrantes del grupo, Bordenave responde con calculada ironía: “Hace mucho tuve la suerte de conocer a Comaleras en el sitio donde yo era funcionario municipal, en el momento en que los médicos y yo creíamos que el asma que me aquejaba era una notificación de la parca. Él me preguntó si sabía de alguna vacante en la Municipalidad porque el Intendente era su amigo y pariente y lo quería ayudar.
-Con placer sería tu compañero- le dijo Comaleras.
–No lo serías por mucho tiempo- exclamó Bordenave; ¡me estoy muriendo del corazón, los médicos ya me han sentenciado, che!” Y le confió todas las peculiaridades del empleo, y hasta ciertas facilidades que tenía para aumentar sus ingresos creando pequeñas dificultades en la tramitación. A partir de entonces Nicanor Comaleras concurría a diario al despacho de Bordenave con interés creciente por su salud. Y éste tuvo que ser muy discreto para no decepcionarlo, e informarle poco a poco la recuperación de su salud y el error en el diagnóstico médico. Poco a poco comenzó a saludarlo con más frialdad hasta que dejó de hacerlo.
“¿Se dan cuenta?” dice a sus amigos. “El pobre Nicanor murió sin yo saber a ciencia cierta si alguna vez floreció en su espíritu una sospecha respecto a mi sinceridad cuando le informaba sobre mi salud y poder vindicarme a sus ojos, y por eso he venido con gusto a su entierro, para tener la oportunidad de declarar ante sus amigos que Gustavo Bordenave fue leal y honrado en sus informaciones y por acatar la voluntad de Dios, no lamenta haber defraudado las esperanzas que él abrigara a su respecto”. (op. Citada, pág. 512 a 515)
En épocas más recientes Leopoldo Marechal relata las incidencias en un velorio, protagonizadas por un grupo de amigos, (“Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal, Biblioteca Clarín, impreso en Barcelona, pág. 201 a 241. No consta la fecha de edición) relato que si bien es muy divertido es demasiado extenso para incluírlo aquí.
El tango no podía estar ajeno a esta a ésta anécdota vital –mejor dicho, mortuoria- y Aldo Queirolo nos relata esas vicisitudes en “EL VELORIO” (también conocido con su otro título: “Entre Curdas”).
Comienza relatando el cierre –como consecuencia de la supuesta muerte de uno de sus consuetudinarios “curdelas”, el “negrito Carmona”- del bodegón “LA MAROMA”. Relata luego una serie de incidentes ocasionados por culpa de una mosca que se posó “en la nariz del finao”, mientras varios de sus congéneres escabiadores lagrimeaban mientras empinaban un “semillón” (varietal de vino muy conocido en la época).
Como consecuencia de la “mamúa”, “Rocatagliata el pesao” intenta espantar la mosca, pero sin controlar su fuerza hace saltar al finao y al cajón con un tremendo zurdazo. Granini sienta al difunto en un banco “para que descanse en paz”, justo al lado de otros conspicuos bebedores como “el Bataráz” que quería contarle un cuento, o “el Taita Mamerto” que pretendía apuñalar al pobre Carmona “porque lo miraba mal”.
De improviso “se armó una milonga flor” con la llegada del “Lunga Firulete” acompañado de varias naifas que regresaban de una garufa “empuñando el bandoneón”. Como nunca falta un “buey corneta” para un chivatazo, el dueño del conventillo, el “tarugo Benvenutto” acudió a la seccional 32 de policía (aquella de larga fama) para denunciar el caso. Con la llegada de la yuta se terminó el velorio-garufa, mientras los reos “Chicharrón” y “Garabito” lograron escapar llevándose el vino.
Jocosa milonga a la que puso música Hormaza, y que les hago escuchar con la guitarra y voz de Jorge Vidal; insuperable.
por César José Tamborini Duca