Canaro era un muchacho muy espabilado y ambicioso. Con viveza ingénita se puso a tono con el acelerado paso del tiempo que superaba, de un día para otro, la carrindanga cornetera de los Billingurst y los Lacroze, moviendo a esos mismos iniciadores a pasarse con capitales e ideas al «eléctrico» y consideró que el tango cuajaba en el entusiasmo del público; que era llegado el momento de ponerle también los «nueve puntos». Y no trepidó en el bautismo que le correspondía a su página musical flamante. Concretó en su título con grafismo, la mención de aquella velocidad máxima, vertiginosa para la época y prueba mortal, a veces, para los pibes canillitas que desempeñaban su simpático oficio callejero trepando a los tranvías en marcha.
Sin querer, como en toda efectiva obra modesta, el músico intuitivo hizo un símbolo del momento de transición que vivía la ciudad. Y al rotular un tango con el signo móvil del nuevo vehículo, demostró que, por más que hubiesen desenganchado la yunta, reemplazado al cochero compadrito y acallado la corneta de cadenciosos requiebros, seguía presente el tango.
En la esquina donde ya la superada carrindanga había doblado para entrar en vía muerta, el tango se subió al «eléctrico» que pasaba. Hace tiempo le llegó el ocaso del todo al tranvía de Buenos Aires. Pero no hay ocaso para un tango que se llama «Nueve Puntos», que hará hablar de aquel otras veces, como ahora.
De la Revista digital «Rosas de Otoño» nº 108; Editor Responsable Juan José Minatel (extraído de «Así
nacieron los tangos», de Francisco García Giménez)