En sucesivas ediciones fueron creciendo, con sus jornadas difíciles, los caminos enfangados, los cruces de serranías… la leyenda de corredores e incluso coches, que se volvieron míticos en un país muy volcado al automovilismo deportivo.
Largaron un 5 de Agosto de 1937 y lo gana Ángel Lo Valvo con un Ford, aunque de esa época trascienden y se destacan durante años el porteño Ernesto H. Blanco; el primer campeón, Eduardo Pedrazzini; aquel Tadeo Taddía, Héctor Suppici Sedes, Ricardo Risatti, cordobés de Laboulaye, iniciador de una saga de pilotos, como los Di Palma de Arrecifes, después.
Había nacido una manera de pasar muchos domingos del otoño a primavera de cada año. Ver el TC en las banquinas amplias de las carreteras argentinas, fundamentalmente de la región pampeana, implicaba empezar la jornada bien de madrugada. También se solía ir la tardecita anterior, para elegir un emplazamiento, si era posible, con curva o “lomo de burro” (una alcantarilla elevada). Se iniciaba la mañana, mucho antes de la largada, con un gran asado criollo, buen pan, vino y las puyas entre los “fordistas” y los chevroletistas” sobre cómo sería la carrera.
Era una generación de gente confiada en el presente y el futuro, tranquilos, afables. Esos gringos chacareros que hacían muchos kilómetros, más que los corredores mismos, para seguir a sus astros en una y otra etapa del “Gran Premio” o en las “Vueltas” que las ciudades de la `región TC´ organizaban.
Y ahí estaban, corriendo, algunos de su condición. Aunque predominaban los mecánicos, que formaban peñas en sus talleres y armaban con mucho esfuerzo, esas cupecitas que llenaron de asombro a los fabricantes americanos.