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En el zoológico

Pocos días atrás acompañé a mis nietitos Mateo, Camila y Juanita, a visitar el zoológico en Palermo. Ya no es lo que era, jirafas y elefante en los que el paso del tiempo hizo estragos, leones amodorrados cuyo aburrimiento les impide rugir o mostrarse amenazadores, cebras de paso cansino en cuyos genes parece incubarse el olvido de sus frenéticas carreras en la sabána africana, ¡si hasta las aves demostraban pasividad y no se escuchaba el sonido característico de su aleteo! Los únicos que demostraban actividad y ensordecían con sus chillidos eran los monos: correteaban de un lado a otro, saltaban, se expulgaban entre ellos; uno se rascaba las zonas pudendas, otros tiraban al suelo cáscaras de banana y de manises. Sólo por estas actitudes no los considero humanos, pues por otra parte hay entre ellos y nosotros una semejanza como la puede haber entre un perro y un zorro; ¿o -más cercana- entre perro y lobo? La cuestión es que Camila, Juanita y Mateo se divertían de lo lindo con las «monadas» de nuestros primos-primates.

Lo que antecede es una ensoñación, sentado como estoy a la espera del autobús; un señor ya maduro y de aspecto rudimentario se está rascando los c…; a mi alrededor, como un tapiz crujiente, casi todo el suelo se cubre con cáscaras de maníes y de pipas ¿será la observación del entorno lo que me hizo recordar mi último viaje a la Argentina para ver a mis queridos nietos, hace ya varios meses?

Reflexión: la diferencia con nuestros primos es menor de lo que se puede pensar.

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