Pampeando

El domador

La figura del gaucho desplazándose al paso sobre su caballo en la interminable planicie pampeana nos ofrece  una imagen bucólica, de tranquilidad, de paz; de monotonía que sólo rompe  la pausa nocturna para el descanso con el  manto de las estrellas cobijando su sueño, o  la llegada al boliche para tomarse una caña o jugar una partida de naipes, o el regreso al rancho donde la china  lo está esperando con el mate desde que ve su figura  acercándose en el horizonte.

Hay otras situaciones en las que el gaucho, aún haciendo galopar a su montado, como cuando un vacuno se dispara de un arreo y hay  que arrimarlo nuevamente al rebaño,  no se altera sin embargo esa imagen consustancial al conjunto que nos ocupa.

Pero sí hay otra en que  esa placidez sufre la rotura de la complicidad a que nos acostumbra la imagen del caballo y su jinete, para convertirse en la  imagen misma del vértigo y  la locura, descarga pura de adrenalina en la cual ese centauro parece querer  dividirse en sus dos partes constitutivas, aunque una de las partes, el jinete, tratará por todos los medios de impedirlo para demostrar a la otra mitad quién es el que mandará, de ahí en adelante, en ese binomio ecuestre.

Me estoy refiriendo a la DOMA, esa  tarea que es el arte supremo del dominio que el gaucho ejerce sobre la cabalgadura, y que voy a describír en una situación ficticia protagonizada por 2 personajes reales, uno de los cuales tuve el privilegio de conocer en mi niñez pampeana. Los hechos ocurrieron de  este modo.

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… El plato fuerte venía después, en la doma de caballos que tendría lugar en el terreno lindero al campo de fútbol. Si bien  no era el mejor domador se consideraba muy bueno, y después de ver a los 8 o 9 que lo precedieron, algunos de los cuales tuvieron mas de un revolcón y otros que después del primero ya no quisieron volver a  subír al caballo, consideraba que sería el ganador y apostó todo el dinero que le quedaba, pensando resarcirse de la pérdida en la cuadrera.

Domador

Doma criolla

Había elegido un “pampa” de la tropilla preparada para la ocasión, caballo que no lo decepcionaría y  que le  permitieron escuchar muchos gritos de aliento y aplausos en los distintos lances de su lucha sobre la noble bestia. Se agarraba fuerte Bairoletto sobre el potro; unos gritaban vivas, por ahí  un paisano decía “no, si parece abrojo de cómo va prendido a las crines” y  no faltaba el adulador que gritaba ¡”qué lo tiró de las patas! Que había sido ‘güeno’ el Bairoletto”. Corcoveaba  lindo el  flete,  pero el gaucho era veterano en éstas lides, y finalmente le aflojó rienda para que  terminara de desfogarse en loca carrera y al regresar recibió los vítores y los sombreros al aire de la paisanada que celebraba así su magnífica doma, su dominio sobre el bruto. Cuando bajó del redomón se sentía ganador, aunque aún faltaba un  domador.

En los descansos entre doma y doma la concurrencia, que era mucha, se acercaba al puesto donde se vendían bebidas;  el “bolichero” no daba abasto para servir las cañas, grapas o ginebras que los gauchos bebían de un trago. Un vendedor ambulante de buñuelos, que los llevaba en un canasto bajo el brazo y pulcramente cubiertos con un repasador voceaba “a los menuelos”, y como para dar más realce a la excelencia de su producto, pregonaba: “fari, fari, faruchii  de Mar del Plata”.

Si bien  él había estado perfecto y el  caballo también se había lucido, luego se comprobaría que el “tobiano” que faltaba domar superaba al “ pampa” y permitiría al contrincante principal demostrar toda su sapiencia acumulada en años de convivencia con las tropillas.

Este venía de Lonquimay, precedido de larga fama. Y no faltaba razón. El “viejo” Menéndez, como se lo llamaba en sus pagos para diferenciarlo de sus hijos, también domadores. Los hijos de Menéndez, “el Gordo” y Luciano, pendencieros si se presentaba la ocasión, eran tan ágiles en el caballo como con el cuchillo. Yo mismo los ví de pequeño (tenían unos 15 años mas que yo), frente al “Tango Bar” de los hermanos Oscar y Arturo Alonso  -boliche muy concurrido para jugar a las cartas o tomarse una caña o un vermú-  increparse mutuamente por alguna causa baladí y echar mano del cuchillo; miraba yo por entre el montón de la gente que los invitaba a calmarse, con mis ojos de niño entre asombrados y asustados, los malabares que hacían con los cuchillos entrechocando, el poncho envuelto en el brazo izquierdo, mientras sus alpargatas evolucionaban en la arena de la calle en una danza macabra que parecía interminable.

Finalmente y antes de que llegara algún milico, subieron a sus caballos y marcharon tranquilamente, seguramente contentos del espectáculo protagonizado. ¿Se habrían puesto de acuerdo para divertirse un poco?. Queda la duda, y el recuerdo de esas imágenes martinfierreras.

Menéndez era un domador muy bueno, pero si después de un generoso asado regado con litros de “Carlón” se le veía caminar como si el suelo se le moviera, ahí era de temer, pues entonces se sentía más seguro sobre el lomo del caballo. Claro que esto Bairoletto no lo sabía ni lo esperaba.

Cuando se escuchó la voz de Menéndez gritando “ahijuna, abran cancha”, el capataz que sujetaba el caballo  -de aspecto aindiado y con cara de “taba culera”, al decír de alguno-  se hizo rápidamente a un lado, y el tobiano salió enfurecido del pretil, enarcando su lomo y saltando, dando mil cabriolas mientras la larga y plateada melena del domador se agitaba a pesar de la vincha que pretendía sujetarla, y su cuerpo se doblaba como una dócil figura que acompañaba los movimientos de la bestia, como si una fuerza irresistible lo mantuviera pegado al lomo del caballo, que con sus corcovos endemoniados pretendía despedirlo; se alzaba de manos hasta quedar vertical, pero el domador fuertemente sujeto a las riendas y las crines, con sus pies de jinetear “a lo pampa” apretando la panza del animal, era una figura flexible que formaba un todo, momentáneo centauro que escuchaba los vítores de la paisanada y, de vez en cuando de pierna abierta, como demostrando a la concurrencia que su dominio era tal que ni necesitaba sujetarse con las piernas.

En cada corcovo el tobiano dibujaba en el aire un arco, levantándose un metro y medio del suelo, girando a derecha e izquierda alternativamente, tomaba carrera, se detenía de golpe y se ponía nuevamente vertical, mientras el rebenque subía y bajaba sobre la testuz y las nazarenas le coloreaban de sangre los íjares, lo que lo enfurecía aún más y toda su piel sudorosa se estremecía en contínuos temblores; poco a poco iba perdiendo fuerzas, hasta que no tuvo ya más recurso que una loca carrera, dócil ya a la férrea mano del domador que lo fué arrimando al palenque bajando de un salto entre las exclamaciones de la gente.

Cuando por fin el Jurado dictaminó que el ganador había sido Menéndez y Bairoletto segundo, la paisanada volvió a enronquecer sus gargantas, ásperas ya por el alcohol y por el fervor con que acompañó las distintas actividades del día.

Y ésta es en esencia la forma de domar del gaucho, que lo hace un poco por divertirse, otro poco para “floriarse” y siempre para sentirse el protagonista de las florituras que le obliga a efectuar a su potro, al que muchas veces prefiere redomón.

El indio en cambio tenía otra manera de domar, otra metodología acorde con sus necesidades. Para él, como para el gaucho, el caballo era imprescindible. Sin embargo eran distintas las necesidades de uno y otro por el entorno en el que les tocaba actuar, mas hostíl para el indio que debía luchar contra conquistadores y colonizadores, con situaciones en que no se podía permitir las pausas para el descanso que el gaucho proporcionaba a su cabalgadura. El caballo del indio resultaba más manso pues era domado con especial cuidado, con mas cariño si se quiere emplear un término que califique el afecto de uno y otro.

Los indios primero lo atan a un palo tratando de que pierda el miedo, y no le dan de comer hasta que no permite que se le acerquen; lo palmean y lo acarician para que vayan perdiendo las cosquillas pues el caballo es un animal muy cosquilloso, cuando uno lo toca se nota cómo tiembla todo su cuerpo, se estremece. Más tarde lo ensillan pero no lo montan, para que se acostumbre al recado hasta que ya no sienta cosquillas tampoco con este apero. Finalmente lo enfrenan, le colocan el freno, ahora sí para montarlo. Los indios salían todas las mañanas a varear sus caballos, llevándolos al galope fuerte por los campos medanosos para que aumenten su vigor; y los tenía 24 horas con el freno puesto atados al palenque, para hacerlos mas resistentes a las privaciones.

Otra de las cualidades que formaban parte de la enseñanza de los indios hacia sus caballos, era que podían correr con sus patas delanteras “maneadas” así si los boleaban en las frecuentes escaramuzas con el ejército, no quedaban a merced del enemigo y podían -aunque con dificultad- continuar su carrera, hasta poder quitarle la traba que le impedía correr libremente.

Voy a terminar este relato de la doma con una palabra mapuche, FURITUCAHUELLUN, que significa “montar a caballo en pelo”, modalidad muy habitual en los indios y que también practicaban los gauchos cuando la necesidad así lo exigía.

Y con esta estrofa del “Martín Fierro” que menciona como al pasar la habilidad de los Indios para enseñar a sus caballos a continuar la marcha a los saltos, aún boleados:

“Yo me le senté al del pampa,
era un escuro tapao,
cuando me veo bien montao,
de mis casillas me salgo;
y era un pingo como galgo,
que sabía correr boliao”.

 

 

 

 

 

 

 

 

https://pampeandoytangueando.com/pampeando/el-gaucho/

 

https://pampeandoytangueando.com/pampeando/las-cuadreras/

 

https://pampeandoytangueando.com/pampeando/el-caballo-criollo/

About author
César José Tamborini Duca, pampeano-bonaerense que también firma como "Cronopio", es odontólogo de profesión y amante de la lectura y escritura. Esta última circunstancia y su emigración a España hace veinte años, le impulsaron a crear Pampeando y Tangueando y plasmar en él su cariño a la Patria lejana.
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