Aguafuertes hispano-argentinas

¡Che!, ¿te acordás de Angelito?

Equipo de fútbol de LonquimayHacía un momento que había llegado del «campito» de enfrente, donde se había instalado un parque de atracciones regentado por un «turco» cuyo nombre se difuminó en mi memoria; con Jorge Gutiérrez solíamos ayudarle en algunos menesteres propios de las atracciones y la compensación consistía en participar de forma gratuita en algunos entretenimientos, como ahora que estuvimos practicando tiro al blanco con rifles de aire comprimido. De esa época, y cuando aún no había surgido mi interés por el tango, guardo el recuerdo de uno de ellos que transmitían con frecuencia suficiente como para que persistiera en mi memoria, «Marinera», por la orquesta de Alfredo de Angelis. Me despedí del ‘gallego’ y de Oscarcito Carnicelli, que había llegado en ese momento, y crucé la calle.Observé cómo la pava estaba silbando con furia tal que levantaba la tapa; Ángel la retiró del fuego levantándola por el asa con un trozo de madera, dió vuelta la tapa y colocó el mate encima, para que se mantuviera caliente. Continuó su tarea en la que comencé a ayudarle: alimentar el fuego para que hiciera brasas, nivelar la parrilla en el suelo con unos ladrillos, salar la carne para la parrillada de esa noche. Robert, mi hermano mayor, no aparecía por ningún lado; un par de horas antes, escondido en el cerco de tamariscos que deslindaba el terreno con el de Pedro García, le salió al paso sorpresivamente a «Kikí» Montero y le robó un beso; ésta lo corrió con una rama de tamarisco y a saber dónde se escondió.

Cuando conocí a Ángel tendría él esa edad indefinida que podía oscilar entre los 20 y los 35 años, mientras la mía no superaría los 6 o 7 años. Había llegado a Lonquimay un nuevo médico, el único que conocí en el pueblo o al menos del que guardo memoria, el Dr. Ariel Hernán Silva, merecedor de los más grandes elogios por su honestidad y bonhomía que lo hicieron querido y admirado por todos. Alquiló una de las casas de mi abuelo, lindando con la nuestra y cuyas puertas traseras se comunicaban a través de un zaguán común, que permitía acceder al terreno de una y otra.

La amistad fue muy grande durante los años de vecindad… era alguien más de la familia que disfrutaba enormemente de nuestra compañía y con el tiempo llegó a sentir satisfacción diciendo que era mi ‘padrino de estudios’. Comenzó haciendo las visitas alejadas del pueblo con el viejo Plymouth’28 del taller de mi papá, y se puede decir que yo aprendí a conducir, con 10 u 11 años, en su Chevrolet’38 cuando luego de una reparación en el taller lo llevaba hasta su casa, a escasos 200 metros. Frecuentemente y con posterioridad a la cena, solía tomar el café con mis padres en la cocina de nuestra casa, al mismo tiempo que se engolosinaba con los ‘merengues’ que solía prepar mi mamá.

Pero como todo Quijote necesita un ladero, el Sancho de nuestra historia es Ángel Bornes. Desconocido para mí hasta ese entonces, lo veía ahora a diario haciendo recados, barriendo la vereda con la escoba, dirigiéndose a determinada hora con un armazón metálico que llevaba superpuestas vasijas blancas enlozadas, para buscar la comida en la Pensión Severino.

cartel de Lonquimay

Mi papá, «Pichina» (nombre de origen mapuche que significa «Chiquito») solía ir a ese sitio para jugar al ajedrez. Situado en una esquina a 2 o 3 cuadras del centro del pueblo, poco tiempo después cerró su negocio, ocasión en que el «turco» Aude trasladó ahí su tienda, que por las características edilicias de la anterior ubicación, dio lugar a los siguientes versos cuyo autor, decían los vecinos, había sido el propio «turco»:

«Después de mucho sufrir / en unas casas en ruinas / Aude traslada su tienda / en el local de la esquina / ex fonda Severino / donde se vendió mucho vino».

Pues bien, de esa esquina regresaba Bornes con la vianda alimenticia en su recorrido diario, hiciera frío o un sol abrasador, un poco patizambo y a paso rápido, hombre orquesta pues si en el pueblo faltaba alguien para cumplir un cometido, ahí estaba él para suplirlo.

En aquella época nuestro glorioso equipo de fútbol, «Lonquimay Club», destacaba en la zona por la calidad de sus jugadores; el archirrival -cuando no, debía ser un vecino- era Catriló. Teníamos un buen arquero, el ‘negro’ Richieri que en la ocasión que describo no recibiría su cántico habitual «a la lata, / a la tero, / como el negro no hay arquero» no recuerdo si por estar haciendo la conscripción (milicia). Tampoco recuerdo por qué razón no jugaba el que solía suplirlo, el «vasco» Luis Arangoa, el arquero del equipo del campo. ¿Quién podía ser el sustituto natural? ¡Bornes! Jugábamos de local e íbamos con un buen resultado, dispara un delantero de Catriló, Bornes detiene muy bien pero acto seguido deposita la pelota en el vértice del área pidiendo a un compañero que realice el saque; no tardó un segundo el jugador contrario en percatarse del error, corrió rápidamente e hizo el gol que nos complicó el resultado… por más que Bornes elevara sus brazos al cielo como diciendo ¡qué hacés, che!

Mi papá tocaba el violín, mi tío César el saxofón (desde su Ternate natal mi bisabuelo Césare Ércole Tamborini no olvidó embarcar genes musicales), el tío Celestino Duca la batería, en una época tenían una orquesta muy buena, en la que Mollo era un virtuoso con su bandoneón. Muy pequeño era yo para comprender el motivo de la desaparición de la orquesta, pero cuando llegó el Dr. Silva que tocaba el piano, hubo un intento de resurrección.

Recuerdo en alguna ocasión acompañarlos a la Escuela nº 35 donde solían ensayar pues disponía de un piano, y recuerdo también que en esa Aula o habitación estaba el retrato de Remedios de Escalada. Pero hacía falta un cantor, y ahí estaba Ángel Bornes, que se autoproclamaba «el cantor de los cien barrios porteños» -y remedaba sobre el escenario de la Sociedad Italiana donde se realizaban las milongas, los gestos de su ídolo Alberto Castillo que estaba en el pináculo de su fama- tirando del nudo de su corbata, desabrochando el cuello de su camisa, adoptando poses estrafalarias, gesticulando.

Esa noche teníamos asado; más que alimentar el estómago era cuestión de alimentar el espíritu. Ahí estaría el tío «Tito» Duca, uno de los bromistas del pueblo que cuando había un acto político en la plaza del pueblo, rondaba la misma con su destartalada «cafetera» que alimentaba con kerosene en lugar de nafta, y al cerrar y abrir la llave de contacto producía detonaciones que provocaban inquietud entre los asistentes.

Lógicamente estarían el Dr. Silva, mi papá, mi tío César; el nuevo vecino en la que fuera casa de los Crivelli, Pedro García; éste era camionero y recuerdo aún la inscripción en su vetusto «Internacional» (¿de los años ’30?): «mujeres y motores / alegrías y dolores». Pedro tenía fama de buen recitador, siendo su caballito de batalla «El Negro Falucho»: «Duerme el Callao; / ronco son hace del mar la resaca / y en la sombra se destaca del Real Felipe, el torreón»…

No podía falta la risa perenne de otro de los bromistas del grupo, el «gringo» Carnicelli, el papá de mi condiscípulo y amigo mencionado anteriormente. Y a falta de viola, o si la había, nuestros Quijote y Sancho cantando a dúo algún tango que seguramente el Dr. Silva había hecho ensayar a Bornes.

Me tocó estudiar el bachillerato en Santa Rosa, luego la Universidad de Buenos Aires en su Facultad de Odontología y le perdí el rastro, aunque me dijeron que estaba como policía en Santa Rosa. Le hubiera faltado enrolarse en la política para que un día lo propusieran como  Diputado o Senador. ¡El inefable hombre-orquesta del pueblo! Angelito Bornes.

About author
César José Tamborini Duca, pampeano-bonaerense que también firma como "Cronopio", es odontólogo de profesión y amante de la lectura y escritura. Esta última circunstancia y su emigración a España hace veinte años, le impulsaron a crear Pampeando y Tangueando y plasmar en él su cariño a la Patria lejana.
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